Capítulo 6.3: Crónicas de la Era Heroica (1903-1914)
Introducción
Olvidemos por un momento el Tour de Francia que conocemos hoy. Borremos de nuestra mente las imágenes satinadas de helicópteros sobrevolando castillos, los coches de equipo con tecnología de punta y los ciclistas monitorizados por datos de potencia. Despojemos a la carrera de su glamour moderno y viajemos en el tiempo, a principios del siglo XX, a una Francia que se movía al ritmo del caballo y del ferrocarril. En este mundo, la bicicleta era todavía una maravilla mecánica, una máquina de libertad para algunos y una herramienta de tortura para otros.
Fue en este contexto, en los despachos llenos de humo del periódico L'Auto, donde nació una idea tan brillante como descabellada. Henri Desgrange, su director, no quería organizar una simple competición deportiva. Buscaba una odisea, una campaña publicitaria tan épica que eclipsara a todos sus rivales. Su visión era crear una prueba que llevara al hombre y a la máquina a sus límites absolutos, un drama humano que se desarrollara a lo largo de miles de kilómetros, sobre caminos que eran poco más que senderos de tierra y grava. Su lema, pronunciado con la severidad de un general romano, lo decía todo: "El Tour ideal sería aquel que solo un corredor fuera capaz de terminar".
Lo que estaba a punto de desatarse no era un deporte, era una aventura. Los hombres que se atrevieron a participar en esas primeras ediciones no eran atletas en el sentido moderno; eran aventureros, pioneros, a menudo solitarios, que se enfrentaban a etapas de más de 400 kilómetros pedaleando de día y de noche. Luchaban contra el agotamiento, el hambre, las averías mecánicas que debían reparar ellos mismos con sus manos engrasadas y, a veces, contra la hostilidad de un público que aún no entendía si eran héroes o locos.Esta es la historia de esos años fundacionales, la "era heroica" del Tour. Una crónica de gigantes sobre ruedas de hierro, de trampas y sabotajes, de montañas que eran consideradas infranqueables y de hombres que demostraron lo contrario. Es la historia de cómo, entre el polvo de los caminos y la tinta de los periódicos, se forjó la leyenda de la carrera más grande del mundo.
1903: El Experimento Colosal
El 1 de julio de 1903, sesenta pioneros se alinearon en las afueras de París. No sabían exactamente a qué se enfrentaban, pero el plan era demencial: un circuito de 2.428 kilómetros dividido en solo seis etapas. ¿Se imaginan? No eran etapas, eran maratones sobre ruedas, con la más larga cubriendo la increíble distancia de 471 km entre Nantes y París. Los corredores pedaleaban de día y de noche, sobre caminos de grava, sin asistencia, reparando sus propias averías y luchando contra el sueño y el agotamiento extremo.
La ruta evitaba las grandes cordilleras, pero no era un paseo. Incluía puertos como el Col de la République, a 1.161 metros, un desafío considerable para las pesadas máquinas de la época.
De entre todos, emergió una figura: Maurice Garin. Un hombre duro, ex limpiachimeneas, que personificaba la resistencia que Desgrange buscaba. Ganó la primera etapa en Lyon y nunca soltó el liderato. Cuando, 19 días después, cruzó la meta final en el velódromo del Parc des Princes ante una multitud enfervorecida, no solo se coronó como el primer campeón del Tour; había dado vida a una leyenda. El experimento había sido un éxito brutal y fascinante.
Maurice Garin, primer ganador del Tour de Francia
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1904: Al Borde del Abismo, la Leyenda Negra
El éxito de 1903 trajo consigo una fiebre que se tornó en locura. La segunda edición, en 1904, fue un descenso a los infiernos, un caos absoluto que casi entierra la carrera para siempre. La pasión del público se desbordó en fanatismo violento: grupos de aficionados enmascarados atacaron a los favoritos para beneficiar a sus héroes locales; se lanzaron clavos y piedras a la carretera.
Pero lo peor vino de dentro. La carrera se convirtió en un festival de trampas. Corredores que tomaban trenes para acortar las infernales etapas, otros que eran remolcados por coches sujetando un corcho atado a un hilo con la boca... El escándalo fue mayúsculo.
Tras semanas de deliberaciones y acusaciones cruzadas, la Unión Velocipédica Francesa emitió su veredicto en noviembre: los cuatro primeros clasificados, incluido el defensor del título, Maurice Garin, fueron descalificados. La victoria fue otorgada a un joven de 19 años que había terminado quinto, Henri Cornet. Sigue siendo, a día de hoy, el ganador más joven de la historia. Desgrange, desolado, escribió la famosa sentencia que reflejaba su desesperación: "El Tour de Francia ha terminado... víctima de su propio éxito".
Henri Cornet
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1905: La Resurrección y la Conquista de la Montaña
Cuando todo parecía perdido, Desgrange decidió no rendirse, sino reinventarse. Para evitar el caos de 1904, introdujo dos cambios fundamentales que salvarían el Tour:
Más Etapas, Más Cortas: El recorrido se amplió a once etapas. Eran aún largas para los estándares modernos, pero más manejables y controlables.
El Sistema de Puntos: La clasificación general ya no se decidiría por tiempo acumulado, sino por puntos otorgados según la posición en cada etapa. Esto premiaba la regularidad y desincentivaba las tácticas de "todo o nada" que habían fomentado las trampas.
Pero la innovación más grande fue geográfica. Desgrange necesitaba un nuevo desafío, un juez implacable que pusiera a cada uno en su sitio. Y lo encontró en las montañas de los Vosgos: el Ballon d’Alsace. Estaba convencido de que ningún ser humano podría subir sus rampas del 6.9% sobre una bicicleta.
Se equivocaba. Un joven llamado René Pottier no solo lo subió, sino que lo hizo a un ritmo endiablado, dejando a todos atrás y convirtiéndose en el primer "Rey de la Montaña" del Tour. Aunque Pottier no ganó la etapa ese día, su hazaña pasó a la historia.
El ganador final de 1905 fue el francés Louis Trousselier, un corredor de gran clase que, fiel al espíritu anárquico de la época, celebró su victoria apostando y perdiendo todas sus ganancias en una sola noche de juerga en París.
Trousselier en la salida del Tour de Francia el 9 de julio de 1905 en Noisy Le Grand
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1906: La Consagración del Primer Gran Escalador
El nombre de René Pottier ya resonaba con ecos de leyenda tras su hazaña en el Ballon d'Alsace en 1905. En la edición de 1906, llegó dispuesto no solo a conquistar las cimas, sino a dominar la carrera. Cuando el pelotón volvió a enfrentarse al Ballon d'Alsace, Pottier no repitió su actuación: la pulverizó. Atacó desde la base y coronó en solitario, manteniendo su ventaja hasta la meta en Dijon. Su dominio en la montaña era tan absoluto que sus rivales se desmoralizaban. Ganó un total de cinco etapas y se alzó con la victoria final en París con una autoridad incontestable. El Tour había encontrado a su primer arquetipo de "grimpeur" (escalador), un ciclista capaz de volar cuando la carretera se ponía cuesta arriba. El futuro parecía pertenecerle.
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1907-1908: La Tragedia y el Reinado del "Pequeño Bretón"
El Tour de 1907 comenzó con una sombra. En enero de ese año, el brillante René Pottier, con solo 27 años, se había quitado la vida. La noticia conmocionó al mundo del ciclismo. Sin su rey, la montaña buscaba un nuevo heredero.
Ese heredero sería Lucien Mazan, más conocido por su seudónimo: Lucien Petit-Breton. Nacido en Bretaña, se había mudado a Argentina de niño, donde comenzó a competir bajo un alias para que su padre no se enterara. De vuelta en Francia, demostró ser un corredor completísimo: inteligente, resistente y capaz de defenderse en todos los terrenos.
Lucien Mazan como vencedor del Tour de 1907
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En 1907, tras una carrera reñida, se hizo con el control en la décima etapa y no lo soltó hasta París. Al año siguiente, en 1908, regresó y su dominio fue aún más aplastante. Con cinco victorias de etapa, se convirtió en el primer ciclista en ganar el Tour de Francia en dos ocasiones, un hito que lo catapultó al panteón de las leyendas. El "pequeño bretón" había demostrado que para ganar el Tour no bastaba con ser un gran escalador; había que ser un ciclista total.
Salida del Tour de Francia el 13 de julio de 1908
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1909: El Gigante de Luxemburgo Rompe la Hegemonía
Con Petit-Breton retirado temporalmente para trabajar como periodista, la puerta quedó abierta. Y quien la derribó fue una fuerza de la naturaleza: François Faber. Un coloso de 1,88 m y 91 kg, apodado "El Gigante de Colombes". Aunque francés de corazón, competía con licencia de Luxemburgo, y su victoria marcaría un antes y un después: se convirtió en el primer ganador no francés de la historia.
La edición de 1909 es recordada como una de las más frías de la historia, con corredores luchando contra temperaturas gélidas. En ese infierno helado, la potencia de Faber fue imparable. Ganó seis etapas, cinco de ellas de manera consecutiva, un récord que aún perdura. Su victoria simbolizó la creciente internacionalización del Tour.
Francois Faber, 1 de agosto de 1909
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1910: "¡Sois unos Asesinos!" - El Bautismo de Fuego en los Pirineos
Si el Ballon d'Alsace fue el prólogo, 1910 fue la obra principal del drama montañoso. Henri Desgrange, en su insaciable búsqueda de épica, posó sus ojos en la cordillera más salvaje y mítica de Francia: los Pirineos. Envió a su colega Alphonse Steines a explorar los puertos en pleno invierno. Steines, tras una odisea en la que casi muere congelado en la nieve del Col du Tourmalet, envió a Desgrange un telegrama que ya es historia del ciclismo: "Atravesado Tourmalet. Stop. Carretera muy buena. Stop. Perfectamente pasable. Stop."
Era una mentira piadosa. En julio, cuando los ciclistas se enfrentaron por primera vez a la brutal secuencia del Peyresourde, Aspin, Tourmalet y Aubisque, descubrieron un infierno de caminos de tierra, pendientes inhumanas y precipicios vertiginosos. Las bicicletas, de piñón fijo, obligaban a un esfuerzo sobrehumano.
El francés Octave Lapize fue el primero en coronar el Tourmalet, en parte caminando. Pero fue en la cima del Aubisque donde, exhausto, con los ojos hundidos y el rostro cubierto de barro, se giró hacia los oficiales de carrera y escupió la frase que definiría para siempre la relación de amor-odio entre los ciclistas y el Tour: "¡Vous êtes des assassins! Oui, des assassins!" ("¡Sois unos asesinos! ¡Sí, unos asesinos!").
A pesar de la maldición, Lapize acabaría ganando ese Tour por un estrecho margen sobre el gigante Faber. Pero el verdadero ganador fue el propio Tour. Había conquistado los Pirineos y, en el proceso, había creado una mitología de sufrimiento y heroísmo que se convertiría en su alma.
Octave Lapize subiendo el Tourmalet a pie. Se proclamaría vencedor de la edición de 1910
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1911: El Deslumbramiento de los Alpes y el Monstruoso Galibier
Si los Pirineos fueron un infierno de barro y furia, los Alpes se presentaron como un desafío diferente: más alto, más imponente, casi celestial. En 1911, el Tour se aventuró por primera vez en el corazón de los Alpes, y la etapa entre Chamonix y Grenoble se convirtió en una jornada legendaria. Los corredores se enfrentaron a una secuencia épica: Col des Aravis, Col du Télégraphe, Col du Lautaret y, como colofón, el monstruo que se convertiría en el alma alpina del Tour: el Col du Galibier, con su cima a 2.556 metros.
A diferencia del rechazo visceral de los Pirineos, los ciclistas quedaron asombrados por la belleza sobrecogedora del paisaje. El primero en conquistar las cimas nevadas del Galibier fue el francés Émile Georget, quien describió la experiencia como sublime. La victoria final de ese año fue para su compatriota Gustave Garrigou, un corredor consistente y resistente que supo navegar las nuevas dificultades. El Tour había completado su mapa de tortura y gloria; ahora era, sin duda, la carrera más dura del planeta.
1912: El Dominio Belga y una Escapada para la Eternidad
La edición de 1912 marcó el fin de una era –fue el último año en que la clasificación se decidió por el sistema de puntos– y el comienzo de otra: la del dominio belga. Odile Defraye se convirtió en el primer ciclista de Bélgica en ganar el Tour, iniciando una racha de siete victorias consecutivas para su país que se extendería hasta después de la guerra.
Sin embargo, el héroe moral de ese Tour fue el francés Eugène Christophe. En la etapa alpina, protagonizó una de las hazañas más increíbles jamás vistas: una escapada en solitario de 315 kilómetros, conquistando los grandes puertos uno tras otro. Ganó la etapa en Grenoble con un margen mínimo, pero su esfuerzo monumental no fue suficiente para darle la victoria final bajo el sistema de puntos, que premiaba más la regularidad de Defraye. La hazaña de Christophe, no obstante, quedó grabada en la memoria colectiva, un testimonio del coraje individual frente a la inmensidad de la prueba.
1913: La Fragua Rota y la Leyenda del Herrero
El Tour regresó a la clasificación por tiempo acumulado, y el destino parecía reservarle la gloria a Eugène Christophe. Pero en la etapa de los Pirineos, la leyenda de Christophe se forjó no en la victoria, sino en la adversidad más pura. Mientras descendía el Tourmalet, un sonido metálico quebró el silencio: la horquilla de su bicicleta se había partido.
Las reglas eran draconianas: no se permitía ninguna ayuda externa. Desconsolado pero indomable, Christophe cargó su bicicleta al hombro y caminó durante kilómetros hasta el pequeño pueblo de Sainte-Marie-de-Campan. Allí encontró una herrería. Con el corazón roto pero con una determinación de acero, se puso a trabajar. Él mismo tuvo que reparar la pieza, utilizando las herramientas del herrero. Su leyenda se agigantó cuando los jueces de carrera le impusieron una penalización de tiempo porque el hijo del herrero, un niño, había accionado el fuelle para avivar el fuego, lo que fue considerado "ayuda externa".
Christophe perdió todas sus opciones de ganar, pero se ganó un lugar eterno en el corazón de los aficionados. El belga Philippe Thys se llevó la victoria final, la segunda consecutiva para su país, pero el verdadero protagonista de 1913 fue el hombre que luchó contra su destino en la soledad de una fragua pirenaica.
1914: La Última Carrera Antes del Silencio
El Tour de 1914 comenzó el 28 de junio, el mismo día en que el Archiduque Francisco Fernando fue asesinado en Sarajevo, el magnicidio que encendería la mecha de la Primera Guerra Mundial. Ajeno a la inminente catástrofe, el pelotón se lanzó a una de las ediciones más reñidas de la historia.
Philippe Thys buscaba su segundo triunfo consecutivo, pero se encontró con la feroz oposición del joven francés Henri Pélissier. En la penúltima etapa, Thys rompió una rueda y, contraviniendo las reglas, la cambió. Fue sancionado con 30 minutos, lo que dejó la carrera en un pañuelo. Al final, en el Parc des Princes, Thys se alzó con la victoria por un margen de solo 1 minuto y 50 segundos, uno de los más ajustados de la historia.
Dos días después del final de la carrera, Austria-Hungary declaró la guerra a Serbia. El mundo se sumió en la oscuridad. El Tour de Francia, que había sobrevivido a sus propios escándalos y había conquistado las montañas más altas, fue finalmente silenciado por el estruendo de la guerra. Durante cinco largos años, no habría carrera. Muchos de los héroes que habían pedaleado por las carreteras de Francia, incluidos campeones como Petit-Breton, Faber y Lapize, cambiarían el maillot por el uniforme militar y nunca regresarían. La era heroica había llegado a un final trágico y abrupto.
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